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20070211

Astucia del hombre justo

Cuenta una antigua leyenda que en la Edad Media a un hombre muy virtuoso lo acusaron injustamente de haber asesinado a una mujer.

Cuando lo llevaron a juicio, el hombre sabía que difícilmente escaparía del terrible veredicto: ¡la horca! El juez, un hombre muy injusto, a fin de dar la impresión de que se iba a hacer justicia, le dijo al acusado:
—Conociendo tu fama de hombre justo y devoto del Señor, vamos a dejar en manos de Él tu destino. En un papelito escribiremos «culpable», y en otro, «inocente». Tú escogerás uno de los dos papeles, y será la mano de Dios la que decida tu destino.

Como suele suceder en tales casos, el malvado funcionario había escrito «culpable» en ambos papeles, y la pobre víctima, a pesar de desconocer los detalles, se dio cuenta de que se le había tendido una trampa. No parecía haber escapatoria.

El juez le dijo al hombre que tomara uno de los papeles doblados. Éste respiró profundamente y se quedó en silencio unos cuantos segundos con los ojos cerrados. Cuando la sala comenzaba ya a impacientarse, abrió los ojos y, con una extraña sonrisa, tomó uno de los papeles, se lo llevó a la boca y se lo comió rápidamente.

Sorprendidos e indignados, los presentes le reprocharon airadamente.
—Pero, ¿qué has hecho? ¿Y ahora cómo vamos a saber el veredicto?
—Es muy sencillo —respondió el hombre—. Es cuestión de leer el papel que queda, y así sabremos lo que decía el que me tragué.

Con ira mal disimulada, tuvieron que poner en libertad al acusado, y jamás volvieron a molestarlo.

Hay quienes, al escuchar una leyenda como esta, la relacionan con el refrán que dice: «El hombre astuto, hasta de los males saca buen fruto»,


pensando en lo mucho que vale la astucia humana. En cambio, hay otros que le dan más importancia al hecho de que se trata de un hombre «devoto del Señor», y suponen que cuando «se quedó en silencio... con los ojos cerrados», le estaba pidiendo a Dios sabiduría.

Lo irónico del caso es que el perverso juez le confió a Dios el destino del hombre devoto, y Dios no hizo más que demostrar que había quedado en buenas manos aquel justo.

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